Recientemente asistí a la
proyección del webdoc Imagine Elephants, en el que se plantean reflexiones
adultas sobre el juego infantil. Amén del impresionante trabajo de recogida y presentación
de la información, sus autores han sabido elegir muy bien a sus fuentes. En el
webdoc tenemos cabida proyectos, expertos, investigadores, empresas, asesores…
que de una u otra manera estamos relacionados con el juego y la infancia. Algunos de ellos, de muy reconocido prestigio. Como
decía, aquella tarde se habló de juego. Y de la gran paradoja que supone el
reconocimiento universal del juego como una de las necesidades básicas de la
infancia (no en vano aparece en la Convención Internacional de los Derechos del
Niño) y cómo en Occidente cercenamos sistemáticamente ese derecho. La agenda de
nuestros hijos es una huida hacia delante de las carencias que se nos incita a
creer que tenemos. Les llenamos su tiempo de actividades formativas en aras de
su futuro y de actos sociales en entornos controlados y consensuados entre
adultos. En la sociedad tan competitiva e hiperregulada que estamos creando, el
juego infantil representa todos nuestros miedos. El juego es algo que parte de
la emoción, no de la razón, y por tanto es difícil de acotar. Fluye como el
agua, se cuela por cualquier hueco, brota por doquier, en todo momento y lugar.
Es ágil, fresco, espontáneo. Se mueve y cambia de dirección como un insecto en
plena vorágine polinizadora. Pero es también algo muy serio. Mi maestro y
escritor Santiago López-Navia ya lo dice en uno de sus Cuentos de barrio y estío: “Todo su tiempo, todas sus energías se
concentraban en la tarea inaplazable de ser niño”. Es también un acto profundo,
que saca a la luz lo que hay dentro de nosotros y nos hace por ello vulnerables.
El juego busca cruzar la línea, la leve transgresión que poco a poco nos hace
crecer como personas. Mediante el juego exorcizamos miedos, resolvemos
problemas, entendemos el mundo; expresamos con él nuestros más íntimos
sentimientos y damos a conocer nuestras grandezas y debilidades. Ejercido con
libertad, descubrimos nuestros anhelos, nuestros deseos, nuestras fantasías;
sabemos quienes somos y quienes queremos ser, forjando así nuestra identidad.
El juego nos hace seres sociales y, como dice mi compatriota y autor de la obra
seminal Homo ludens, Johan Huizinga, constituye un precursor de la
civilización. No dejemos entonces que sea esa misma civilización la que elimine
el juego de nuestras vidas. De las de nuestros hijos y las nuestras propias, como
adultos generalmente alúdicos que somos. Porque al final, en palabras del
filósofo Martin Buber, el juego es “la exaltación de lo posible”. Seamos, pues,
posibilistas, y ¡a jugar!
Katia Hueso
PS Agradezco a Amphibia Kids la oportunidad de participar como ponente
en la última presentación de la gira de Imagine Elephants, que tuvo lugar en
Avilés el pasado 30 de junio
Gracias por la cariñosa mención, Katia. En efecto, el juego es mucho más serio de lo que se piensa. Un gran abrazo.
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