martes, 10 de septiembre de 2019
martes, 3 de septiembre de 2019
Sobre apropiación cultural
Ahora que tanto se habla de “apropiación cultural” nos gustaría hacer una
reflexión al hilo de varias publicaciones que han aparecido en el ámbito anglosajón[1],
que se hacen eco de usos indebidos de la educación en la naturaleza. Desde
nuestro punto de vista ni la naturaleza ni la educación deberían ser objeto de apropiación,
privatización, concesión o como se le quiera llamar. La educación es un derecho
universal, recogido como tal en diversas declaraciones, tratados, acuerdos y
demás documentos legares de ámbito internacional. Está, por tanto, fuera de
toda duda. La naturaleza, por otro lado, es un bien común que tampoco debería
prestarse al lucro de unos pocos, espinoso asunto que por supuesto trasciende
estas líneas. Esto, que parece tan sencillo, no lo parece tanto cuando hablamos
de proyectos de educación en la naturaleza. Para disfrutar de ellos es con
frecuencia necesario desembolsar un dinero. Pero ello no quiere decir que se
haga con fines únicamente lucrativos, sino que simplemente se han de cubrir
gastos como sueldos, alquileres, seguros, materiales, etc. Tampoco es pecado
que alguien con ánimo emprendedor inicie un proyecto de este tipo y desee
ganarse la vida con ello. Pero de ahí a registrar el aprendizaje en la
naturaleza, como si se pudiera patentar una experiencia de juego al aire libre;
o se prohíba el uso de piedras, piñas y palos porque a alguien se le ha
ocurrido bautizarlo como una pedagogía con nombres y apellidos, media un
trecho. Lo que en su día vivimos como juego en libertad, ahora resulta que hay
que pagar no sólo por disfrutarlo, sino que llevar un canon como si los árboles
fueran de la SGAE. Cada vez es más difícil realizar cualquier actividad que no
suponga un desembolso, ya sea por desplazarnos a un lugar, acceder a él, usar
un material o disfrutar de una sombra. Esto ya lo han descubierto hace mucho
los centros comerciales, en vez de bancos para descansar, nos ponen terrazas
para consumir. A este paso, nos van a cobrar hasta por estar a la sombra. Ya no
digo por jugar en ella… Y cada vez que hagamos una pirueta, a pasar por
taquilla para abonar al que la “patentó”.
Yéndonos al otro extremo, tampoco se puede considerar cualquier experiencia
como “educación en la naturaleza”, porque entonces lo sería la parrillada que
nos pegamos el fin de semana pasado con los cuñados o salir a visitar una
granja con el colegio. Sobre este tema ya hemos escrito muchas veces... Educar
en la naturaleza es, por tanto, una actividad que debería ser libre, gratuita y
universal (y, si no lo es, que sea sólo por la falta de apoyo político y
económico), pero que ha de tomarse con rigor y seriedad. No basta con ponerle
sólo el nombre (sea “educar en la naturaleza” o cualquier otro que se le parezca)
ni ayuda que esos otros nombres se comercialicen como ideas exclusivas de
personas concretas. No sólo no garantizan nada, sino que desprestigian su esencia.
Si Aristóteles ya defendía las experiencias de aprendizaje al aire libre hace
un par de milenios, Rousseau hace unos siglos y Giner y Sensat hace apenas un
centenar de años, por nombrar sólo a unos pocos, ¿quiénes somos nosotros para
apropiarnos de esta idea? Seamos humildes y respetemos el legado que tan
ilustres pensantes nos dejaron. Se trata de la educación de nuestros hijos, ahora,
y de la conservación de la naturaleza que les dará el sustento, después. Necesitamos
altura de miras, no de ambiciones.
[1] Leather, M. (2018). A critique of “Forest School” or something lost in translation. Journal of Outdoor and Environmental Education, 21(1), 5-18 y Sackville-Ford, M., & Davenport, H. (Eds.). (2019). Critical Issues in Forest Schools. SAGE Publications Limited.
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