Escribo este texto desde un tren, de regreso de un congreso científico. Mi
único contacto con la naturaleza exterior es lo que aprecio por la ventana.
Puedo distinguir árboles: encinas, parecen. Y algunos pajarillos que no logro
identificar, bajo la luz que ya declina. Pese a lo escueto del detalle y lo
efímero de la escena, me inunda de paz. En ese momento nada me distrae y puedo
divagar un poco. O tal vez, en realidad, conectar. Pienso en la mesa redonda en
la que acabo de participar, en la que se hablaba de cómo vincularnos con la
naturaleza en las ciudades, especialmente durante la infancia. Pienso que se
trata más bien de una cuestión de mirada y actitud y no tanto de lo virgen que sea
el entorno. No es posible, ni podemos pretender que lo sea, que todos los niños
puedan acudir a escuelas en la naturaleza, en las que tienen un contacto
profundo y permanente con ella. Pero sí se puede naturalizar no sólo el aula o
el currículo, sino también nuestra mirada y actitud. Conectar con la naturaleza
es un acto de comunicación que empieza por percibirla con los sentidos, como
hago yo ahora mirando por la ventana. Podemos sentirla también en multitud de
pequeños detalles cotidianos: un pájaro que alza el vuelo, el olor de la
lluvia, el zumbido de un insecto o una brizna de hierba que se abre paso en el
asfalto. Si educamos la mirada -y los demás sentidos-, la percibiremos en
muchas más ocasiones de lo que imaginamos, y con mayor intensidad. Si tenemos
una actitud de paciencia expectante, de serena apertura, la naturaleza se
colará en nuestras vidas como una superviviente obstinada. Traspasará las
fronteras invisibles de nuestra alienación, percolando cual fina e incansable
lluvia sobre un barbecho, que lo torna fértil y lozano.