Hoy quiero dedicar este post a una reflexión de índole
personal. Últimamente hablo mucho en público sobre los beneficios de la
naturaleza para la salud y el bienestar de las personas, no sólo de los niños,
y no paro de repetir lo importante que resulta permanecer regularmente en ella.
Y mucho me temo que soy yo misma la que no cumple con ese precepto. Me
encuentro en un momento personal y laboral que no me da la paz para hacerlo y,
si lo logro, no me llega con la serenidad necesaria (para que os hagáis una
idea, escribo estas líneas desde un avión; no se me puede ocurrir ambiente menos
“natural” que ése). En fin, que la echo de menos, qué duda cabe. Y miro con -de
momento- sana envidia a aquellos que me cuentan sus experiencias recientes en
el monte. Un arco iris, un día en la nieve, un cerezo en flor, unas grullas de paso… Nada
extraordinario, supongo. Pero algo que me apetece mucho vivir. Afortunadamente
sé de lo que me hablan, porque lo he experimentado alguna vez. Puedo tirar del
baúl de los recuerdos y recuperar sensaciones tal vez ya polvorientas. En
momentos de zozobra, de agitación, de agotamiento mental o emocional, busco
imágenes, emociones, percepciones, de mis correrías por la naturaleza. De las
experiencias amables o de las difíciles, que también las ha habido. De lugares
familiares o exóticos, de espacios cercanos o lejanos. Por suerte, tengo donde
elegir. Porque en su día recibí ese amor por la naturaleza de mi familia, que
pude continuar ejerciendo de joven y ya como adulta, visitando lugares y
viviendo experiencias de todo tipo. Gracias a ello, tengo ahora un baúl grande,
lleno de bellos recuerdos que atesoro y desempolvo regularmente. Y entonces
pienso que se trata de eso, de atesorar el valor de existencia de la naturaleza
y que no es tan necesario “consumirla” para beneficiarse de ella. Vivirla, sí,
pero también saber que está ahí, paciente y serena, esperándonos (siempre que
la dejemos nosotros estar, claro, pero ese es otro tema). Saberla ahí resulta,
de por sí, terapéutico. Sepamos pues transmitir esos valores a nuestros hijos y
no nos sintamos culpables si un día nos da pereza salir. Ella nos espera,
paciente y serena. Así que, a 10.000 metros de altura como estoy ahora sobre
qué se yo qué paisaje, voy a cerrar los ojos y recordar un día cualquiera que
la tuve a ras de suelo.