Cuando hablamos de educación
en la naturaleza, nos referimos a la importancia de “permanecer” en ella, más
que sólo “visitarla”. Por eso, muchas veces nos vemos impelidas a explicar que
en Saltamontes no “hacemos marchas” con los niños, sino que frecuentamos un
lugar, en el que realizan su juego espontáneo, interactúan con el espacio y reciben
de él lo que cada uno necesita. Pero a veces esas palabras conviene reforzarlas
con la vivencia real, que pude experimentar de nuevo recientemente y no hace
sino afianzar mi convencimiento sobre ello. Sirva pues esta anécdota personal
para ilustrar la importancia de la permanencia en la naturaleza para conectar
con nuestra esencia.
Un luminoso día de final
de verano decidimos dar un paseo en familia por la montaña. Aunque en esta
ocasión, en vez de pasear, nos detuvimos en un claro en el bosque para jugar un
rato. Lucía el sol, enmarcado por un azul profundo como sólo se ve en esas
altitudes. Hacía una temperatura muy agradable, ese fresco incipiente que tanto
vamos echando de menos por estas fechas. Reinaba el dulce olor del piorno y de
la resina de los pinos, recalentados tras el largo verano. Habíamos caminado
realmente poco, pero nos apeteció quedarnos allí. El juego se convirtió en
buscar elementos de la naturaleza que nos sorprendieran por alguna razón o que nos
provocaran alguna emoción. Así que escribimos nuestros nombres con palos,
encontramos piedras de diferentes colores y observamos patrones simétricos en
las plantas. Nos asombramos con el vuelo de los buitres ascendiendo en espiral
por una térmica, mientras allá en lo alto lucía la luna casi llena que aún no
se había puesto. Vimos también saltamontes de alas coloradas, una zarzamora en
plena crisis de personalidad, pues tenía flores y frutos maduros al mismo tiempo,
y seguimos a las hacendosas hormigas en su quehacer. Curioseamos otros insectos
cuya identidad desconocíamos, se nos acercó un petirrojo a conocernos a
nosotros y escuchábamos de fondo el tenue trino de los herrerillos en los cercanos
pinos. El juego poco a poco fue dejando paso a la contemplación, a la quietud,
a una introspección serena y feliz.
Pese a que el lugar era relativamente
transitado, los senderistas se detenían lo justo para saludar y recuperar el
aliento, por la cuesta que desembocaba en el lugar donde estábamos. Continuaban
después su camino, pertrechados de ropa técnica, bastones telescópicos y
mochilas de última generación. Y allí estábamos nosotros, sedentes y silentes,
como los bloques de granito bajo nuestras posaderas. Y fue ahí cuando comprendimos
el valor de permanecer en la naturaleza. Todo lo que vimos y vivimos aquella
mañana fue gracias a estar quietos en ese claro. Cuando íbamos de camino hacia
allí, sólo pudimos ver la tierra a nuestros pies, un muro de pinos que nos
flanqueaba a ambos lados y una estrecha cinta de cielo sobre nuestras cabezas. Como
además íbamos de charla, poco más nos llegaba del entorno. Fue sólo cuando nos
detuvimos que la naturaleza se fue desplegando ante nosotros poco a poco, con
calma, pero con generosidad. Comprendimos, pues, que esta sociedad nos empuja
siempre a avanzar en pos de algo que a veces ni sabemos lo que es (¿riqueza? ¿éxito?
¿felicidad?), pero esa sed de movimiento perpetuo es tan intensa que la reproducimos
incluso en nuestro tiempo de asueto. La naturaleza se convierte en un medio
para ese fin, en un mero escenario. Lo trágico es que ese impulso cinético nos
impide conectar con ella. Es muy difícil entender que la naturaleza es nuestra
esencia, si sólo la vemos pasar ante nuestros ojos, aunque sea al ritmo del
paso humano. La verdadera conexión precisa permanecer, estar… ser. Dejarla
llegar y recibirla con tiempo y respeto.