martes, 3 de septiembre de 2019

Sobre apropiación cultural


Ahora que tanto se habla de “apropiación cultural” nos gustaría hacer una reflexión al hilo de varias publicaciones que han aparecido en el ámbito anglosajón[1], que se hacen eco de usos indebidos de la educación en la naturaleza. Desde nuestro punto de vista ni la naturaleza ni la educación deberían ser objeto de apropiación, privatización, concesión o como se le quiera llamar. La educación es un derecho universal, recogido como tal en diversas declaraciones, tratados, acuerdos y demás documentos legares de ámbito internacional. Está, por tanto, fuera de toda duda. La naturaleza, por otro lado, es un bien común que tampoco debería prestarse al lucro de unos pocos, espinoso asunto que por supuesto trasciende estas líneas. Esto, que parece tan sencillo, no lo parece tanto cuando hablamos de proyectos de educación en la naturaleza. Para disfrutar de ellos es con frecuencia necesario desembolsar un dinero. Pero ello no quiere decir que se haga con fines únicamente lucrativos, sino que simplemente se han de cubrir gastos como sueldos, alquileres, seguros, materiales, etc. Tampoco es pecado que alguien con ánimo emprendedor inicie un proyecto de este tipo y desee ganarse la vida con ello. Pero de ahí a registrar el aprendizaje en la naturaleza, como si se pudiera patentar una experiencia de juego al aire libre; o se prohíba el uso de piedras, piñas y palos porque a alguien se le ha ocurrido bautizarlo como una pedagogía con nombres y apellidos, media un trecho. Lo que en su día vivimos como juego en libertad, ahora resulta que hay que pagar no sólo por disfrutarlo, sino que llevar un canon como si los árboles fueran de la SGAE. Cada vez es más difícil realizar cualquier actividad que no suponga un desembolso, ya sea por desplazarnos a un lugar, acceder a él, usar un material o disfrutar de una sombra. Esto ya lo han descubierto hace mucho los centros comerciales, en vez de bancos para descansar, nos ponen terrazas para consumir. A este paso, nos van a cobrar hasta por estar a la sombra. Ya no digo por jugar en ella… Y cada vez que hagamos una pirueta, a pasar por taquilla para abonar al que la “patentó”.

Yéndonos al otro extremo, tampoco se puede considerar cualquier experiencia como “educación en la naturaleza”, porque entonces lo sería la parrillada que nos pegamos el fin de semana pasado con los cuñados o salir a visitar una granja con el colegio. Sobre este tema ya hemos escrito muchas veces... Educar en la naturaleza es, por tanto, una actividad que debería ser libre, gratuita y universal (y, si no lo es, que sea sólo por la falta de apoyo político y económico), pero que ha de tomarse con rigor y seriedad. No basta con ponerle sólo el nombre (sea “educar en la naturaleza” o cualquier otro que se le parezca) ni ayuda que esos otros nombres se comercialicen como ideas exclusivas de personas concretas. No sólo no garantizan nada, sino que desprestigian su esencia. Si Aristóteles ya defendía las experiencias de aprendizaje al aire libre hace un par de milenios, Rousseau hace unos siglos y Giner y Sensat hace apenas un centenar de años, por nombrar sólo a unos pocos, ¿quiénes somos nosotros para apropiarnos de esta idea? Seamos humildes y respetemos el legado que tan ilustres pensantes nos dejaron. Se trata de la educación de nuestros hijos, ahora, y de la conservación de la naturaleza que les dará el sustento, después. Necesitamos altura de miras, no de ambiciones.



[1] Leather, M. (2018). A critique of “Forest School” or something lost in translation. Journal of Outdoor and Environmental Education, 21(1), 5-18 y Sackville-Ford, M., & Davenport, H. (Eds.). (2019). Critical Issues in Forest Schools. SAGE Publications Limited.

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