Últimamente se especula mucho
sobre la receta mágica del sistema educativo finlandés. Es el país que mejores
puntuaciones obtiene en los informes PISA y todos tratan (o tratamos) de
conocer su secreto. ¿Será la formación de los maestros? ¿El control
administrativo? ¿La implicación de la sociedad en su conjunto? ¿O tal vez el
clima, que invita a permanecer dentro? Así, en una reciente visita a Finlandia,
no pude evitar preguntar por sus escuelas en la naturaleza. Me las imaginaba
como el súmmum, el santo grial de la educación al aire libre, la cumbre a la
que aspirar. Cuál fue mi sorpresa al averiguar que ¡no las había! O, al menos,
si existían, eran muy poco representativas; nada que ver con el fuerte
movimiento educativo en la naturaleza que hay en países vecinos como Dinamarca,
Suecia o Noruega. El interrogante afloró de inmediato: “¿por qué?”. La
respuesta de los ya de por sí lacónicos fineses fue: “¿para qué?”, acompañado
de una mirada inocente y un leve encoger de hombros. Efectivamente, no hay como
convivir unos días con ellos para entenderlo. A pesar del clima, de la
oscuridad invernal o de los tenaces mosquitos en verano, los finlandeses viven
fuera todo lo que pueden. Si tienen una casa con terreno, cosa bastante
habitual fuera de la capital, reproducen los espacios de interior en el jardín
o en el bosque, siempre cercano. Así, fuera cocinan, comen, juegan, descansan,
e incluso se alivian (en casetas habilitadas al efecto). En definitiva, hacen
fuera todo aquello que se suele hacer dentro. Incluso su invento más
arquetípico, la sauna, cuenta con una versión de interior –integrado en la
casa– y otra de exterior, habitualmente a la orilla del lago. Porque no hay
finlandés que se precie que no viva a tiro de piedra de un lago… Esta misma
filosofía se puede encontrar en la escuela. Los niños pasan una porción
significativa de su jornada lectiva al aire libre. No viven como un engorro
vestirse y desvestirse cada vez que quieren salir o entrar, es algo que hacen
con naturalidad y autonomía. Es tan automático como respirar. Muchas escuelas
cuentan con un lago cerca (foto), así que en verano toca refrescarse en él y en
invierno se zambullen en la nieve, horadan el hielo para pescar o lo rasgan con
sus patines. Sí, en el colegio. El que
yo visité, en Paimelä –y doy fe de que no es el único– tenía una sauna para los
alumnos y, junto a ella, una cabaña con un hogar abierto donde asan salchichas.
Porque tras tirarse repetidas veces con el trineo por las escarpadas pendientes
del “patio”, cómo no, apetece comer algo con los colegas (de repente la palabra
patio adquiere tintes peyorativos, me
surgen imágenes de hormigón desgastado con chicles pegados a él). Del fuego,
por cierto, se encargan ellos. Cortan la leña, lo encienden y lo mantienen
vivo. No en vano, a los fineses, sus propios vecinos los tienen por un pueblo
recio. No hay más que verles. ¿Para qué, una escuela al aire libre? Ahora ya lo
entiendo…
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