Esas temidas palabras describen una experiencia por la que
muchos hemos tenido que pasar: sufrimos miedo, incertidumbre,
nerviosismo, congoja, insomnio…. Hemos hecho lo posible por evitar
transmitírselos a nuestros hijos, tarea imposible, dada la sensibilidad innata
que tienen a nuestros sentimientos. Tampoco ayuda el entorno, constantemente repitiéndonos
“¡Qué mayor, ya va a primero!” o “¡Ya vas al cole de mayores!”. Puede que
incluso el protagonista de los hechos estuviera ilusionado, pero parece que los
adultos hacemos lo posible por que lo pase igual de mal que nosotros. En fin,
que llega el día D y la hora H y puede que haya lagrimillas. O no, porque todo
es nuevo y fascinante. Las lagrimillas son más bien nuestras. Pero ahora que ya
ha pasado casi un mes desde el inicio del curso escolar, ya estamos en posición
de ir valorando la experiencia. Se producen las primeras tutorías, ya hay algo
parecido a una rutina, aparecen -no tan tímidamente- los deberes, los niños van
ocupando posiciones en el ecosistema social del aula…. Y es cuando nos llega la
sorpresa. Ya son muchos los niños que han salido de Saltamontes para
incorporarse a un colegio público, estándar, en Primaria, y podemos empezar a
detectar patrones comunes. Sus maestros, indefectiblemente, detectan en ellos
unas enormes ganas de aprender, una curiosidad inmensa, un asombro genuino por
todo lo nuevo. Les gusta trabajar en grupo, muestran empatía y colaboran con
los compañeros. Se adaptan con facilidad a personas y situaciones desconocidas.
Tienen una destacable fantasía y creatividad, en todas las asignaturas. Son,
como decía una maestra en referencia a una en concreto, “niños que brillan”. Y
ahí salimos los padres, inflados como pavos reales, de las puertas del colegio por
las que, unos meses antes, habíamos entrado con el alma encogida. Que nunca se
apague su estrella.
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