martes, 2 de octubre de 2018

Perpetuum mobile

Cuando hablamos de educación en la naturaleza, nos referimos a la importancia de “permanecer” en ella, más que sólo “visitarla”. Por eso, muchas veces nos vemos impelidas a explicar que en  Saltamontes no “hacemos marchas” con los niños, sino que frecuentamos un lugar, en el que realizan su juego espontáneo, interactúan con el espacio y reciben de él lo que cada uno necesita. Pero a veces esas palabras conviene reforzarlas con la vivencia real, que pude experimentar de nuevo recientemente y no hace sino afianzar mi convencimiento sobre ello. Sirva pues esta anécdota personal para ilustrar la importancia de la permanencia en la naturaleza para conectar con nuestra esencia.

Un luminoso día de final de verano decidimos dar un paseo en familia por la montaña. Aunque en esta ocasión, en vez de pasear, nos detuvimos en un claro en el bosque para jugar un rato. Lucía el sol, enmarcado por un azul profundo como sólo se ve en esas altitudes. Hacía una temperatura muy agradable, ese fresco incipiente que tanto vamos echando de menos por estas fechas. Reinaba el dulce olor del piorno y de la resina de los pinos, recalentados tras el largo verano. Habíamos caminado realmente poco, pero nos apeteció quedarnos allí. El juego se convirtió en buscar elementos de la naturaleza que nos sorprendieran por alguna razón o que nos provocaran alguna emoción. Así que escribimos nuestros nombres con palos, encontramos piedras de diferentes colores y observamos patrones simétricos en las plantas. Nos asombramos con el vuelo de los buitres ascendiendo en espiral por una térmica, mientras allá en lo alto lucía la luna casi llena que aún no se había puesto. Vimos también saltamontes de alas coloradas, una zarzamora en plena crisis de personalidad, pues tenía flores y frutos maduros al mismo tiempo, y seguimos a las hacendosas hormigas en su quehacer. Curioseamos otros insectos cuya identidad desconocíamos, se nos acercó un petirrojo a conocernos a nosotros y escuchábamos de fondo el tenue trino de los herrerillos en los cercanos pinos. El juego poco a poco fue dejando paso a la contemplación, a la quietud, a una introspección serena y feliz.

Pese a que el lugar era relativamente transitado, los senderistas se detenían lo justo para saludar y recuperar el aliento, por la cuesta que desembocaba en el lugar donde estábamos. Continuaban después su camino, pertrechados de ropa técnica, bastones telescópicos y mochilas de última generación. Y allí estábamos nosotros, sedentes y silentes, como los bloques de granito bajo nuestras posaderas. Y fue ahí cuando comprendimos el valor de permanecer en la naturaleza. Todo lo que vimos y vivimos aquella mañana fue gracias a estar quietos en ese claro. Cuando íbamos de camino hacia allí, sólo pudimos ver la tierra a nuestros pies, un muro de pinos que nos flanqueaba a ambos lados y una estrecha cinta de cielo sobre nuestras cabezas. Como además íbamos de charla, poco más nos llegaba del entorno. Fue sólo cuando nos detuvimos que la naturaleza se fue desplegando ante nosotros poco a poco, con calma, pero con generosidad. Comprendimos, pues, que esta sociedad nos empuja siempre a avanzar en pos de algo que a veces ni sabemos lo que es (¿riqueza? ¿éxito? ¿felicidad?), pero esa sed de movimiento perpetuo es tan intensa que la reproducimos incluso en nuestro tiempo de asueto. La naturaleza se convierte en un medio para ese fin, en un mero escenario. Lo trágico es que ese impulso cinético nos impide conectar con ella. Es muy difícil entender que la naturaleza es nuestra esencia, si sólo la vemos pasar ante nuestros ojos, aunque sea al ritmo del paso humano. La verdadera conexión precisa permanecer, estar… ser. Dejarla llegar y recibirla con tiempo y respeto.