sábado, 18 de febrero de 2017

La naturaleza no es una varita mágica

La naturaleza no es una varita mágica. Cuando explicamos a otros cómo trabajamos en Saltamontes, ponemos mucho énfasis en los beneficios que da la naturaleza en el desarrollo, la salud e incluso las relaciones de respeto y empatía que se dan entre los niños. Sin embargo, esto no es automático; no sucede por el simple hecho de estar ahí fuera. Me di cuenta de esto cuando vinieron a visitarnos unos educadores coreanos. Uno de ellos me preguntó para qué teníamos una escuela como Saltamontes si los niños tenían la naturaleza al alcance de su mano, a la puerta de sus casas. Inicialmente me quedé “con la boca llena de dientes”, como se dice en mi pueblo. Pero luego lo entendí. La clave está en las relaciones. En cómo los niños aprender a estar y a ser. Esto no viene (sólo) facilitado por el medio, sino por cómo es y cómo se está en este proyecto. Basta, sino, con ver cómo se comportan algunas personas supuestamente amigas de la naturaleza, pero cuyo mayor afán es (des-)hollar cumbres, horadar sendas con sus flamantes ciclos de montaña o escuchar el partido de la Champions a la sombra de los pinos. Y si en ese afán, algunos, olvidan las normas básicas de convivencia, qué no será del respeto que merece el medio. Para ellas, la naturaleza no es sino soporte físico para sus hazañas y no les queda más remedio que acudir a ella. El contacto con la naturaleza es superficial y no alcanza así la trascendencia necesaria. Un pilar importante de la pedagogía en Saltamontes es, precisamente, facilitar esa relación profunda y trascendente con el medio y para ello se trabajan las relaciones de respeto. Con el medio, con los otros y con uno mismo. Al fin y al cabo, como se ha dicho aquí repetidas veces, somos naturaleza. Respetarla es respetarnos a nosotros mismos. Si, además, como decía Khalil Gibran, “no heredamos la Tierra, sino que la tomamos prestada de nuestros hijos”, ese respeto ha de ser máximo, pues es nuestra responsabilidad otorgar este legado a generaciones venideras. Esos “amigos de la naturaleza” a los que antes aludía, harán bien en pensar no sólo en las personas con las que comparten el espacio sino en entender que ese lugar es parte de su esencia. Dañándolo, se hieren a sí mismos.

 PD Invito a consultar esta pequeña obra que da pistas sobre cómo comportarnos en la montaña, conejos útiles para todos nosotros.

viernes, 10 de febrero de 2017

La naturaleza está de moda

Que la naturaleza está de moda, es algo patente. Cada vez aparecen más referencias a ella en los medios de comunicación, en las redes sociales, en las conversaciones… Nos enorgullece visitar espacios vírgenes -si es que algo así existe- o presenciar puestas de sol en escenarios de postal. Cosa que nos apresuramos a compartir en esas redes de las que precisamente presumimos de huir en aquel momento. Recuerdo en concreto un comentario leído en Facebook, con una foto del mar al atardecer, decía así: “Desconectando en la playa de…”. En fin. También se nota en la proliferación de carreras de montaña, que se desarrollan en un “marco incomparable”. Dada su popularidad, el impacto que producen comienza a ser significativo, por lo que las autoridades se han visto obligadas a intervenir: miles de personas, como en la Gran Vía en el puente de diciembre, subiendo un kilómetro vertical ante la mirada asombrada de las chovas. En el ámbito de la salud y el bienestar se habla mucho de los efectos beneficiosos de la naturaleza. Los hospitales han descubierto que los pacientes se recuperan antes si ven plantas a su alrededor. Nos recomendamos mutuamente pasear por el bosque, por la orilla del mar o a relajarnos en tal o cual spa rural. Profesionales y periodistas empiezan a hablar de “trastorno por déficit de naturaleza”, “vitamina N” o “receta verde” con cierta soltura y los médicos nos pautan salidas a la naturaleza con horario y un nivel de actividad adecuado a nuestro -por lo general lamentable- estado físico; eso sí, pertrechados de gadgets que controlan nuestras constantes vitales. Vamos, lo que antes era el paseo de toda la vida. El mundo de la cultura tampoco es ajeno a este fenómeno. Hace pocos años se publicó un libro sobre las aves que estaban representadas en los cuadros del Museo de El Prado y desde hace ya una década se celebran los famosos conciertos de “músicos en la naturaleza”, con nombres muy conocidos tocando en plena Sierra de Gredos. Aunque cabe imaginar el sobresalto de los pajarillos en sus nidos cuando sonaran los primeros compases de Deep Purple, que anduvieron por allí en 2013. En cuestión literaria, entre las baldas repletas de novelas históricas y relatos de crímenes escandinavos, van apareciendo un cierto tipo libros que caerían a mitad de camino entre el ensayo y la novela. Se trata de testimonios de personas que han permanecido un tiempo en la naturaleza, alejados de la ciudad y del “mundanal ruido” por razones muy diferentes: divorcios dolorosos, negocios fallidos, veteranos de guerra…. Experiencias que recuerdan al exilio autoimpuesto de Henry David Thoreau en los bosques de Massachusetts, germen de su famosa obra “Walden” que inspiró a tantos pensadores y ambientalistas. Tal vez surja de entre ellos el nuevo Thoreau, Leopold o Naess… Así, los proyectos educativos en la naturaleza podrían verse desde fuera como una parte más de esta moda. La educación al aire libre se nutre, claro está, de todos esos aspectos: los beneficios para la salud y el bienestar; la apreciación de la belleza del entorno; las ventajas de la actividad física al aire libre; el disfrute de las relaciones sociales en escenarios bonitos o incluso el encuentro con uno mismo, que se relata en estos libros. Tampoco es algo nuevo. Ya hablaba Aristóteles de la importancia de la experiencia directa. Pedagogos como Rousseau o -sí, digo bien- Tolstoi, ya ensalzaban este modelo de aprendizaje. Pero la educación en la naturaleza bebe de una fuente si cabe más profunda y trascendente. Nos retrotrae a lo básico, a nuestra esencia como seres vivos que somos. Al innegable hecho de que, ante todo, somos naturaleza. Mantener y fortalecer el vínculo con ella, no es más que una consecuencia lógica y coherente de nuestra formación como personas, de nuestro desarrollo orgánico y de nuestro deber y responsabilidad para con generaciones futuras. Puesto que somos naturaleza, y lo serán nuestros hijos y nuestros nietos, la educación en la naturaleza no ha llegado como una moda. Estuvo, se fue, volvió. Y ha venido para quedarse.