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lunes, 18 de noviembre de 2019

Conectar con la naturaleza, una cuestión de mirada y actitud


Escribo este texto desde un tren, de regreso de un congreso científico. Mi único contacto con la naturaleza exterior es lo que aprecio por la ventana. Puedo distinguir árboles: encinas, parecen. Y algunos pajarillos que no logro identificar, bajo la luz que ya declina. Pese a lo escueto del detalle y lo efímero de la escena, me inunda de paz. En ese momento nada me distrae y puedo divagar un poco. O tal vez, en realidad, conectar. Pienso en la mesa redonda en la que acabo de participar, en la que se hablaba de cómo vincularnos con la naturaleza en las ciudades, especialmente durante la infancia. Pienso que se trata más bien de una cuestión de mirada y actitud y no tanto de lo virgen que sea el entorno. No es posible, ni podemos pretender que lo sea, que todos los niños puedan acudir a escuelas en la naturaleza, en las que tienen un contacto profundo y permanente con ella. Pero sí se puede naturalizar no sólo el aula o el currículo, sino también nuestra mirada y actitud. Conectar con la naturaleza es un acto de comunicación que empieza por percibirla con los sentidos, como hago yo ahora mirando por la ventana. Podemos sentirla también en multitud de pequeños detalles cotidianos: un pájaro que alza el vuelo, el olor de la lluvia, el zumbido de un insecto o una brizna de hierba que se abre paso en el asfalto. Si educamos la mirada -y los demás sentidos-, la percibiremos en muchas más ocasiones de lo que imaginamos, y con mayor intensidad. Si tenemos una actitud de paciencia expectante, de serena apertura, la naturaleza se colará en nuestras vidas como una superviviente obstinada. Traspasará las fronteras invisibles de nuestra alienación, percolando cual fina e incansable lluvia sobre un barbecho, que lo torna fértil y lozano.


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