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miércoles, 30 de noviembre de 2016

El limón o el derecho a la epifanía

Estar en la naturaleza agudiza los sentidos. Eso lo podemos comprobar en cuanto permanecemos en ella sin necesidad de recorrerla o sin la obligación de admirar algún elemento en concreto (es decir, cuando no estamos en “modo excursión”). Se produce entonces ese estado paradójico de la mente en el que alternamos la divagación más absoluta con la hipersensibilidad de nuestra capacidad de percepción. Es ahí cuando ocurre que nos asalta algo: un objeto, un sonido, una imagen…, que nos atrapa y nos permite percibirlo de forma muy intensa. Lo escudriñamos como si fuera la primera vez que tropezamos con ello, con la curiosidad insaciable de un niño y la perplejidad de un viajero en tierras ignotas. El otro día me pasó, caminando por un bosque mediterráneo. Me tropecé con un limón que yacía en el suelo. No había un limonero justo allí, pero recordaba haber visto alguno cerca. Parecía arrancado, porque el pedúnculo estaba quebrado y el fruto estaba aún terso. Era perfectamente esférico, salvo por una pequeña protuberancia en su extremo inferior, característica por otra parte de este cítrico. La piel era fina y suave como la de un bebé y de un color amarillo canario. Me cabía en la palma de la mano, pues era apenas más grande que una pelota de golf. Estaba en su punto de madurez, por lo que empecé a imaginar su sabor. Agrio, claro, pero fresco y luminoso como su piel. Como la luz del día de este momento. Continué mi camino con el limón en el bolsillo, pensando en cómo iba a saborearlo. Mi paseo, banal, se convirtió entonces en un momento de íntima relación con un limón, algo que nunca imaginaba que me pasaría. Estas hermosas epifanías son, sin embargo, algo habitual, cuando se está en la naturaleza. No cuando se va a la naturaleza, no; cuando se está. Cuando se es. 


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